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El Profesor Delacoste.

Mil veces escuché a mi padre referirse a él, ya sea en charlas casuales o en largas sobremesas familiares o de amigos matizadas de recuerdos y anécdotas, en las que su viejo maestro de Secundaria se sumaba a la rueda y tomaba la palabra. Y en cada ocasión, vi cómo su rostro se iluminaba y volvía a ser aquel adolescente de ojos brillantes y sonrisa pícara arrobado por su profesor de Educación Moral y Cívica.


Cada vez que la nostalgia golpeaba a su puerta, regresaba a aquel cuarto año del Liceo de Santa María, con sus bancos de madera y sus compañeros de bléiseres azules y pantalones grises, en el que la figura del profesor de bigotito negro y palabra mansa se recortaba entre sus recuerdos juveniles. No era para menos. Ese profesor era un ser especial, de los que dejan huella en la vida de sus alumnos. De esos que asumen su profesión como una misión divina y se entregan a ella en cuerpo y alma. Para él, un mago capaz de disipar el tedio en el que los otros maestros los sumergían y mostrarles un mundo nuevo, apenas con una palabra o un simple gesto. Se llamaba Óscar Delacoste, pero para mi viejo era “El profesor Delacoste”. “Un señor”, repetía con orgullo. “Un verdadero señor”.


En los últimos años, los cuentos de mi padre convergían indefectiblemente en un día X, en el que un grupito de estudiantes -nunca me confesó si él era uno de ellos- decidió someter al profesor a un extraño experimento urdido en un recreo, atando de la lámpara de luz que pendía sobre su escritorio, una soga con forma de horca. Montado el escenario, esperaron, cruzados de brazos y en silencio, a que este llegara y así evaluar su reacción. Pero la “victima”, tras ingresar al salón y percatarse de la escena, no insinuó el más mínimo atisbo de enojo ni sorpresa. Por el contrario, comenzó a sacarse lentamente su sombrero, luego su abrigo y por fin sus guantes, los que unió por las palmas en señal de ruego y ató de la soga que tenía a la altura de sus ojos, elevándolos unos cincuenta centímetros. Colgando sobre su cabeza, echó una mirada hacia arriba e inmediatamente repasó con sus ojos a los jóvenes “verdugos” que lo contemplaban, uno por uno, mientras tomaba asiento e iniciaba la clase con su habitual “buenos tardes, señores…” .


Aquel par de guantes, convertido en una lección imborrable de educación moral y cívica, o, lo que es lo mismo, de humanidad, quedó allí, iluminado desde lo alto, hasta que sonó el timbre de salida y el profesor lo descolgó, cerrando la función. Sin moralejas. Ni frases hechas. Al igual que aquel Unamuno del que tanto hablaba, su objetivo nunca fue vender pan sino levadura.


Una década después, en horas oscuras, estando a cargo de la dirección del liceo, los personeros del régimen le ordenaron que redactara una lista con los nombres de los docentes “problemáticos” o con ideas “subversivas” que tuviese en su plantel, y él se negó. “Conmigo no cuenten para eso”, respondió, seco y sin vueltas, a sabiendas de lo que le esperaba.


Con ese pequeño gesto, se convirtió automáticamente en uno de ellos, en un “subversivo” (¡y vaya si tenían razón en calificarlo de ese modo, aunque aquellos sátrapas jamás entenderían lo que esa palabra realmente significaba!). Como era obvio, lo desplazaron de la dirección del liceo, le cerraron las puertas de las aulas y lo alejaron de sus alumnos. Y como también era obvio, el profesor asumió su destino con discreción y entereza. No se quejó. Ni reclamó piedad. Simplemente guardó silencio y se alejó.


“Un verdadero señor”.


Con el tiempo, aquellos recuerdos de mi padre se fueron fundiendo con los míos, y cuando él ya no estuvo, me encontré -como en esta ocasión- evocando aquellos episodios como si los hubiese presenciado en primera fila o yo mismo hubiese sido alumno del profesor Delacoste.


Posiblemente, allí esté el origen de mi vocación docente y la razón por la que su ejemplo se convirtió en un espejo y un estandarte para mí.


Por Gustavo Toledo.


E-mail: sopadeideas78@gmail.com

Twitter: @gustole2010




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